En la consolidación de un Estado moderno la reformas fiscales y arancelarias eran fundamentales. La primera porque implicaba la abolición de los privilegios estamentales e imponía la igualdad ante la ley, la segunda porque se defendía la producción nacional o se abrían a una política librecambista de acuerdo con el capitalismo liberal. Dado que durante el siglo XIX la primacía industrial correspondió a Gran Bretaña, todas las naciones europeas, en mayor o menor medida, trataron de proteger sus industrias de la fuerte competencia inglesa.
La política arancelaria se debatía entre un proteccionismo para proteger y fomentar el desarrollo de la producción interna para lo cual pedían aranceles a los productos del exterior y un librecambismo que permitía la libre entrada de productos extranjeros para estimular la competitividad.
El proteccionismo era defendido por tres sectores importantes: los industriales del algodón catalanes, los empresarios siderúrgicos vascos y los propietarios y productores cerealistas castellanos que así se aseguraban la venta de sus cosechas a cualquier precio. Los intereses de estos grupos fueron apoyados desde el gobierno por los partidos moderados y conservadores, pues entendían que los granos castellanos, el algodón catalán y la siderurgia del norte no podían competir con el extranjero. Según ellos, abrir los mercados implicaría cierre de fábricas, paro y escasez, ante la escasa competitividad de los productos españoles.
El librecambismo era defendido por un grupo menos definido social y económicamente. No obstante, era defendido fundamentalmente por comerciantes y las compañías ferroviarias que consideraban que el proteccionismo obstaculizaba la vinculación con el mercado internacional, frenaba la especialización y la introducción de nuevas tecnologías. De hecho los gobiernos liberales progresistas se identificaron con el librecambismo y pretendían legislar con respecto al comercio exterior según los principios del liberalismo económico.
Con el proteccionismo las empresas del país tendían a prácticas monopolizadoras, cuyas consecuencias eran el aumento de precios, el descenso de la demanda, el freno del crecimiento y menores posibilidades de las empresas para ser competitivas. La intervención del Estado en esta época fue fuerte y se basó en la implantación de aranceles y en el intervencionismo para reducir los riesgos de las inversiones privadas. Para proteger la producción nacional se dispusieron aranceles y para incentivarla se otorgaron privilegios fiscales, subsidios, primas y pedidos de la Administración. A pesar de que algunas medidas fueron nocivas para la economía, la intervención estatal fue decisiva para la implantación de la tecnología y la mejora del transporte.
Con respecto a las actuaciones, en la España del siglo XIX la política seguida fue, fundamentalmente, proteccionista, con algunas excepciones. La primera reforma arancelaria importante se dio durante el reinado de Fernando VII, con el Real Arancel General de 1836, que prohibía la importación de más de 600 artículos. Esta política proteccionista se mantuvo hasta la Regencia de Espartero en que estableció un arancel en 1841 menos restrictivo y lo mismo sucedió con el Arancel de 1849. En pleno Sexenio Democrático, en 1869, la reforma arancelaria de Laureano Figuerola, se inclinó hacia el librecambismo, aunque únicamente puede ser considerado como tal en relación con los que le precedieron, pues, en realidad, las tarifas que se aplicaban a las importaciones no se suprimieron, solo se bajaron. Durante la Restauración, Cánovas del Castillo vinculó prácticamente el proteccionismo a la política del partido conservador, evitando un enfrentamiento con catalanes y vascos, mientras los progresistas se inclinaban hacia el librecambismo.