En el siglo III a. de C., en vísperas de la conquista de los romanos, la Península ibérica constituía un mosaico de pueblos muy diversos que se agrupaban principalmente en dos áreas:
- Área ibérica (sur y levante). Los iberos eran descendientes de los indígenas prehistóricos. Al recibir las influencias civilizadoras de griegos y fenicios aumentaron su grado de civilización (aculturación).
- Su economía era rica, con un activo comercio y uso frecuente de la moneda.
- La estructura social estaba bastante evolucionada y se dividía en grupos diferenciados por su poder o riqueza; comprendía desde la aristocracia hasta los esclavos.
- Su organización política, era ya de tipo estatal, según el modelo griego o fenicio de la ciudad-estado. Los diferentes estados nativos comprendían una o varias ciudades que controlaban el territorio circundante, con formas de gobierno monárquicas que contaban con asamblea, senado y magistrados
- Área celta (norte, centro y oeste). Los celtas habían penetrado en la Península a través de los Pirineos (invasiones indoeuropeas). También se puede incluir en esta área a los llamados celtíberos, de la zona centro-oriental de la meseta, pueblos indígenas que se habían fusionado con los invasores celtas y que habían asumido su cultura. Más alejada de la influencia de los colonizadores orientales, el área celta estaba más atrasada en todos los ámbitos, aunque era muy heterogénea y existían grandes diferencias de desarrollo entre unos pueblos y otros. Los del centro y el oeste estaban tanto más desarrollados cuanto más próximos a los pueblos ibéricos; en cambio, los del norte –galaicos, astures, cántabros y vascones– presentaban un nivel más bajo de desarrollo a causa de su aislamiento geográfico.
En suma, hacia los siglos V-IV a. de C., la Península prerromana estaba definitivamente formada por dos grandes áreas lingüísticas —ibérica y céltica (o indoeuropea)— y varias subáreas étnico-culturales; etnias, pueblos y comunidades —en total, en torno a tres millones de habitantes— conocidos por fuentes romanas muy posteriores. Por otro lado, con las visitas de sus gentes, Oriente y Europa enriquecieron el proceso de mestizaje iniciado en ese momento y estimularon la divergencia cultural entre la costa y el interior peninsulares, que se prolongará en la historia de España hasta la aparición del ferrocarril en el siglo XIX.