El Estado creado por los Reyes Católicos era una federación de reinos que sólo tenían en común los mismos monarcas. A partir de esta base aparecieron dos concepciones diferentes: la de los que quisieron establecer una monarquía autoritaria y centralista (Castilla) y la otra tendencia era la de los que querían mantener la monarquía no absolutista, pactista y federal. Su mayor fuerza estaba en los reinos de la periferia (Aragón, Portugal, etc). Pues bien, a lo largo del siglo XVII se produjeron varios choques muy violentos entre ambas concepciones y estos enfrentamientos alcanzaron su punto culminante en la crisis de 1640.
Desde Carlos I Castilla se había convertido en el sostén de la monarquía y en la principal fuente financiera de su política exterior. Sin embargo, desde 1600, Castilla estaba pasando por una grave crisis demográfica y económica. Por su parte la Corona de Aragón y Portugal habían permanecido muy apartados de la política imperial y habían conservado sus fueros y su autonomía (fundamentalmente sus Cortes). Para acabar con la situación de crisis, el conde duque de Olivares intentó una serie de reformas cuyo objetivo era distribuir los gastos del Imperio entre todos los reinos. Para ello creó el Decreto de Unión de Armas. Se trataba de distribuir los costes del ejército entre los diversos reinos de acuerdo con sus posibilidades respectivas en cuanto a número de hombres y riqueza. Pero la Unión de Armas chocaba con la fórmula institucional y política establecida por los Reyes Católicos (Unión dinástica), que aseguraba la autonomía de los distintos reinos. Para evitar este inconveniente Conde-Duque intentó impulsar un cambio profundo en las estructuras de la monarquía que permitiera construir un país unido y compacto (unitario y centralista). Esta pretensión chocó con la oposición de los reinos periféricos, para quienes los fueros representaban su libertad.
A. La rebelión de 1640 en Cataluña
En Cataluña el Conde-Duque expuso su proyecto en las Cortes de Barcelona de 1626 y 1632, ante la negativa catalana, el conde-duque decidió llevar la guerra contra Francia (guerra de los Treinta Años). Olivares desplazó el frente de batalla contra Francia a Cataluña, con la esperanza de que ésta, sintiéndose amenazada por el vecino del norte, acabara integrándose en los proyectos de la monarquía. Sin embargo, el resultado no fue el esperado: los continuos abusos de las tropas reales despertaron la ira de los campesinos hasta provocar una sublevación general del Principado en 1640. La revuelta catalana de 1640 recibe también el nombre de guerra de los Segadores, pues fue un grupo de estos, con su irrupción en Barcelona y el asesinato del virrey, el conde de Santa Coloma, el que provocó el conflicto. De entonces data un romance, Els segadors (himno de Cataluña). Olivares optó por la represión militar para arrancar de raíz el problema. Finalmente, la rebelión de Cataluña desembocó en la separación de parte de Cataluña de la monarquía hispánica y su incorporación a Francia. Aunque la causa castellana tuvo importantes apoyos en la propia Cataluña (Tarragona no se separó; Lérida fue recobrada ya en 1644), España no pudo lograr la reintegración de Cataluña hasta 1652. La caída del conde-duque y el aumento de las cargas exigidas por la ocupante Francia para alimentar a sus tropas abrieron la posibilidad de un acuerdo entre Cataluña y la corte de Madrid. El mismo Felipe IV marchó al frente de su ejército con una promesa de reconciliación basada en el respeto a la tradición foral. Finalmente, en 1652, Barcelona se rindió con la condición de que se respetaran sus antiguos fueros.
B. La rebelión de 1640 en Portugal
La rebelión portuguesa tuvo desde el principio un marcado carácter nobiliario, anticastellano e independentista. La rebelión de Portugal fue secundada y apoyada primero por Francia y enseguida por Inglaterra y finalizó con la restauración de la independencia portuguesa tras la proclamación de Juan IV, un Braganza, como rey, en 1640. La rebelión portuguesa fue irreversible; sus ejércitos rechazaron los intentos españoles de restaurar por la fuerza la unión, y en 1668 España reconoció, por el tratado de Lisboa, la independencia de Portugal. Esta circunstancia arruinó definitivamente el sueño de una Iberia unida bajo la égida de los Habsburgo, a la vez que consumió las últimas fuerzas de la monarquía. Ese mismo año 1668 Felipe IV murió y dejó su decadente y empobrecido trono en manos de un niño enfermo, Carlos II.
La ocupación francesa de Cataluña y la rebelión portuguesa consumaron el desprestigio de Olivares y Felipe IV, a tal punto que en 1643 el rey decidió prescindir de su valido. Además, la monarquía de los Habsburgo no se atrevió a aprovecharse del triunfo allí donde lo había conseguido: Felipe IV mantuvo la estructura foralista de sus Estados.