El deterioro del régimen isabelino, deslegitimado y sumido en una deriva autoritaria desde 1864, se había visto agudizado por la crisis económica de 1866. La oposición comenzó a unirse para derribar a la reina. Los progresistas, con Juan Prim a la cabeza, y los demócratas suscribieron con este fin el Pacto de Ostende en 1866. Más tarde, los republicanos y los unionistas, liderados por Serrano tras la muerte de O’Donnell, se incorporaron a este bloque, que se vio así reforzado con la incorporación de un gran número de mandos militares. El 18 de septiembre de 1868 estalló la Revolución conocida como “La Gloriosa”. El almirante Topete levantó la escuadra fondeada en la bahía de Cádiz. Poco después se forzó el exilio de la reina. Comenzó así el Sexenio Democrático, un período de seis años en el que se ensayaron diversas alternativas políticas tendentes a la democratización del país. Los revolucionarios de 1868 deseaban implantar una auténtica democracia y convocaron elecciones para redactar una nueva Constitución. éstas dieron una amplia mayoría a progresistas, unionistas y demócratas. Con esta composición, las Cortes redactaron la Constitución de 1869.
Se trata de un texto con curiosos influjos del constitucionalismo radical de impronta francesa, pero también norteamericana. Es una Constitución rígida (el Título XI está dedicado a regular la reforma) y de mayor extensión que las tres anteriores: 112 artículos, de los cuales nada menos que 31 aparecen agrupados bajo la rúbrica “De los españoles y sus derechos”, que es la que corresponde al Título I. Allí aparecen los derechos que ya figuraban en las Constituciones de 1837 y 1845, pero con mayor detalle y mejor técnica jurídica. Además, encontramos, por vez primera, los derechos de reunión (artículo 18) y asociación (artículo 19). Y vemos también proclamada, rompiendo la tradición de los textos anteriores, una tímida libertad de cultos para los extranjeros y para los españoles que profesaren otra religión diferente a la católica (artículo 21). La estela norteamericana se aprecia claramente en el artículo 29, con su compromiso a favor de los derechos no escritos: “La enumeración de los derechos consignados (...) no implica la prohibición de cualquier otro no consignado expresamente”.
En materia organizativa, la Constitución mantiene el bicameralismo, aunque el Senado pasa a ser electivo. La aceptación de la Monarquía como forma de gobierno de la Nación (artículo 33) va precedida de la solemne reafirmación de la soberanía nacional (artículo 32) y, en consecuencia, desaparece la posibilidad de veto y queda estatuida la convocatoria obligatoria de las Cortes con reunión de al menos cuatro meses por año.
La Constitución de 1869 definió un nuevo sistema político basado en el liberalismo democrático. La Carta Magna estableció también una clara división de poderes y el principio de la soberanía nacional, defendido por progresistas y demócratas, abandonando la noción doctrinaria de soberanía compartida (Rey y Cortes) que inspiró la Constitución moderada de 1845. En una interpretación radical de este principio, próxima a la soberanía popular, se instauró el sufragio universal masculino, directo en la elección de diputados e indirecto en la de senadores. Aunque el Estado se comprometía a mantener el culto y el clero católicos, se declaró la libertad de culto y la aconfesionalidad del Estado. Sin embargo, la opción por la monarquía como forma de Estado frustró las aspiraciones de los republicanos y las reivindicaciones básicas de los sectores populares no se vieron reflejadas en su articulado, que atendió a los intereses de las clases medias progresistas.
En suma, el texto elaborado por las Cortes de 1869 es considerado como la primera Constitución democrática de nuestra historia, que se anticipó en varias décadas a otros países de Europa en cuanto a conquistas políticas y sociales.